
Esmaltando la oscura presencia de la casa,
merodeando el silencio candente de los libros
emergieron los muslos de la mujer dormida:
dos lingotes de fiebre
desollando al invierno.
Las paredes atónitas lo comprendieron todo,
afuera los jardines gemían de impaciencia.
Luna,
hierba,
silbidos,
y vibrando nerviosos los pétalos resecos,
adustos comensales que latían y ardían
en los magros contornos de la noche minúscula.
Y dormida,
dormida,
con el brazo tajando el lecho vaporoso,
con el cabello abierto como red de tormenta,
con todas las esquinas limadas de su cuerpo.
Y dormida,
dormida,
hablaba más que el viento,
que las palabras sueltas que hoy quieren definirla,
que la música errante que aceraba sus piernas.
Afuera los jardines bullían de impaciencia.